Los orientales no saben nada
Esta historia ocurrió pasado el 15 de enero de 2004. Cómo buen obrero en la era global, guardé cada centavos para salir de vacaciones. Y tiré la casa por la ventana. Contra todos los pronósticos, Uruguay me dio la bienvenida, con sus playas de aguas claras y arenas suaves. Mochila al hombro, y compañera de viajes de la mano derecha, hice mi arribo a Piriápolis, ciudad atestada de argentinos, claro, como todo el país vecino. Caro todo. Obvio, dos sucios mochileros en la patria vacacional de la crema argentina. Había que ser boludo para intentarlo. Pero lo hicimos. Los carteles de parrilladas, tenedores libres y chiviterías ahuyentaban a cualquiera. Y ahí lo ví: "Choripan a 1,50", rezaba el cartel de un piringundín que estaba cerrado. Volvimos al hospedaje, una buena fregada mediante, y vestido de etiqueta me fui a por mi cena. El embutido estaba cocido desde hacía días. El hombrecito que atendía lo sacó de no se donde y armó para matar: cortó al medio el chorizo y, abierto como "mariposa", lo puso a calentar en una plancha para hamburguesas. Cómo explicarte los lagrimones que arrastraban las impurezas de mis pómulos. No lo podía creer. Lo peor de todo fue ver su tamaño: apenas entraba en un bollito de Villeco.
Fue una experiencia reveladora. Nunca más volveré a pedir un choripan en Uruguay. Lo sé, pagan justos por pecadores. Pero hasta que no se demuestre lo contrario voy a sostener siempre lo mismo: los orientales no saben nada...